viernes, 5 de diciembre de 2008

Volver

Vuelvo. Vuelvo a vivir en mi país. Han pasado 17 años, los mismos que tengo yo, y no tengo idea de adonde estoy volviendo. Creo que es un país donde no quedó casi nadie. Todos los chilenos que conocí hasta entonces vivían en otros países. Creo que vamos a comer empanadas y tomar cola de mono cada fin de semana. Pienso en el vino tinto, en la voz alegre y atropellada y en las sonrisas de los que aman lo que no tienen. No sé que pienso de Chile. No sé que imagen me hago de Chile. Creo, ingenuamente, que nos esperarán en el aeropuerto con los brazos abiertos, los chilenos puros y bellos que finalmente lograron conquistar su libertad. Creo que pasaremos por las grandes Alamedas (que no se bien que es lo que son) y que se abrirán de par en par para nosotros. Creo que seremos miles de chilenos los que llegaremos juntos, a abrazarnos y a llorar, ya no de pena, sino de alegría, de aquella alegría que sienten y conocen solo los que vuelven a tener aquello que han perdido. Creo que bajaremos de las manos y respiraremos el olor puro de la cordillera. Que las madres se encontrarán con sus hijos, y que todo será un llanto de felicidad. Que habrá mucha gente, y que todos estaremos alegres, los que se fueron, por volver y los que se quedaron, por recuperar a sus seres queridos. Que más de alguien pasará sus manos firmes por mi cabellera y me dirá sencillamente: Bienvenida.

Han pasado ahora más de 17 años de aquello, y no recuerdo absolutamente nada del día en que volví. Ni el vuelo, ni el aeropuerto, ni las Alamedas. No recuerdo con quién vine. No recuerdo si alguien me fue a buscar. No lo recuerdo. Lo poco que recuerdo es que después conocí una ciudad gris, con mal olor y sin un solo café donde sentarse a leer. Y mucho ruido. Ruido en las calles, ruido en los cafés, en el metro, en las micros. Y que nadie nunca me dijo nada. Y que todos miraban telenovelas a la hora en que uno vuelve a casa. Y que de eso, de la trama de la telenovela, era de lo que se hablaba en Chile. De nada más. Todo lo que había guardado como tesoro durante mi infancia sobre mi país y que pensaba que sería un secreto a voces entre los chilenos era negado día a día y minuto a minuto por ese país en el que estaba equivocadamente y que era homónimo de mi Chile querido. Pensé incluso que me había perdido en el camino, que en algún momento tomé la ruta equivocada, que en un abrir y cerrar de ojos entré en una dimensión paralela, con los mismos nombres, los mismos paisajes, e incluso, las mismas personas. Pasé años tratando –de distintas maneras y con más o menor ahínco- de volver a mi realidad, a mi verdad, a mi universo. A mi Chile. Si hasta me fui otra vez. Pensando que, si lo volvía a intentar, quizás podía volver y en la otra dimensión.

Ya me cansé. Ahora cuando me preguntan si soy chilena (mi acento me delata más de lo que pienso) digo simplemente que sí. Punto. ¿Para qué entrar en explicaciones amorfas acerca del sino del eterno exilio? Yo estoy aquí. Muchos de mis amigos se han ido. Y siguen soñando con volver. Aunque saben que no podrían vivir en Chile. Yo también me fui. Y volví otra vez. Ahora no soy ni de aquí ni de allá.

Ahora ya me puedo morir tranquila, pienso, porque sé que mi país no existe acá afuera, solo está dentro de mí.

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